lunes, 25 de marzo de 2013

Puerta chica para Ortega Cano.



Por Eduardo Coca Vita.
En «La Razón» de 29 de abril de 2004, página 60, escribí un elogio a Enrique Ponce, de quien, además de sus virtudes taurómacas en la plaza y frente a los toros, ponderaba sus valores humanos en la vida y frente a los hombres. Unas alabanzas a su torería y una loa a su dignidad torera que repetí en este diario manchego el 26 de noviembre de 2007, página 2, llamándole «maestro del toreo y de la vida», ensalzamiento de virtudes toreras y humanas que me dio pie a recordar, con citas, el concepto en que la sociedad taurina y no taurina tuvo siempre a los toreros, las opiniones de muchos matadores de toros sobre su propio comportamiento fuera de las plazas y la admiración debida a los maestros de otra época que iban impecables de imagen y atuendo, incluso extramuros del ambiente taurino, cuando hacían vida social, cultural y hasta de ocio.

Algo de ello dije también en otros artículos sobre toreros: «José Tomás, rara unanimidad», 1 de julio de 2007; «Curro Romero, hombre y torero», 1 de junio de 2009; y «La última ovación», 26 de octubre de 2011, al poco de dejarnos Antoñete. Y alusiones a lo mismo hubo en mi conferencia de 26 de noviembre de 2010 («Los toros en la cultura») y en mi pregón de la feria taurina de Ciudad Real, 12 de agosto de 2011.

Simples ejemplos los por mí puestos y citados, por escrito o de palabra, que podrían multiplicarse recorriendo tres siglos de toreros de a pie, relevantes unos, genios otros, meramente representativos algunos y grises o anodinos los más, pero con el denominador de sentirse y verse toreros fuera y dentro de los ruedos, con torería vital y no solo profesional.

Coincidiendo con las corridas falleras se ha presentado el libro «Enrique Ponce, un torero para la historia», donde el coautor Andrés Amorós, catedrático de Literatura, lo considera figura de época dentro y fuera de los ruedos, destacando su vida ordenada y familiar, su personalidad equilibrada y recta, con trayectoria firme, segura y serena de hombre serio, manera de ser que le ha llevado a una pronta madurez pese a lo rápido que le llegaron los triunfos. Y nada menos que el premio nobel Vargas Llosa se encarga del prólogo, prueba de que estamos ante un torero de primera pero también una persona coherente con esa condición, de otra forma no habría don Mario firmado el prefacio.

En fechas simultáneas a las Fallas se celebraba el juicio de Ortega Cano por las graves imputaciones de conducir de modo temerario y ebrio como una cuba, a velocidad más que excesiva y con invasión total del lado contrario de una carretera secundaria, donde la ruleta existencial puso ante el Mercedes del desbocado torero a un vecino en paro que tranquilamente guiaba su Seat en busca de un trabajo. Tremenda coincidencia en la que el prudente hizo de toro para morir frente al torero, no armado esta vez de estoque y muleta sino de un potente todoterreno puesto en marcha irresponsablemente tras ingerir mucho alcohol.
Lo peor del comportamiento de Ortega para el concepto que de él se tenga no está en lo que pasó. Lo peor es su descaro posterior con el que se empeña en hacer creer que aquella noche se limitó a mojarse de cava los labios, jurando haber conducido después ordenada y prudentemente, aunque sin saber la razón de su choque por falta de memoria consciente. Y lo dice apriorísticamente rebatiendo a peritos, agentes, sanitarios y testigos, todos confabulados o equivocados contra la evidencia, tan grande y manifiesta que ni siquiera el derecho de defensa del acusado puede justificar una mendacidad tal, otra cosa es que no sea punible la falsa confesión del imputado, según leyes que ampara la Constitución y que a mí, jurista de formación, me parecen justas y propias de la época en que estamos.

El hecho enjuiciado, que debe recibir la condena ejemplar que merezca, me sirve para censurar otra vez la falta de torería de algunos espadas en su vida civil. Al fin y al cabo esto no es más que el final sin sorpresas de la trayectoria de Ortega Cano en los últimos tiempos, donde al socaire de su pasada fama y viviendo de las rentas (si no era su carencia el móvil de reaparecer) se empeñaba en copar programas de la más banal frivolidad, estar en la prensa rosa o en la del corazón, visitar las telebasuras, conceder entrevistas intrascendentes y prestarse a patronazgos sin prestigio, aceptar misiones y encomiendas de publicidad barata, salir a bailar en un concurso de «famosos» que solo iban a cobrar y un sinfín de aspavientos que no es preciso recordar a quien haya seguido a este retirado de torear pero aparecido habitual en las pantallas de cualquier canal, con intervenciones que le llevaron a creerse consiliario social, si no autoridad moral, lo que él sabrá y solo Dios valorará.

Las liviandades de Ortega Cano en sus últimos años, y la gravísima acción de la que en días pasados fue juzgado sin tener la humildad/humanidad de pedir perdón a la viuda y huérfanos por su disparate, suponen también una forma grave de dañar a la fiesta quien se aprovechó de ella y por ella se encumbro.
Esas acciones poco ejemplificadoras suponen, por lo demás, un reforzamiento del antitaurinismo, desvirtúan las máximas que llevan al aficionado a poner al torero como modelo de superación en su vida de renuncia-sacrificio, y para acabar, son como dar la puntilla: a él mismo, sin argumentos con que honrar el oficio de torear, y a quienes defendemos a los toreros como espejo del obrar frente a esa parte de la sociedad que vegetativamente vive sin esfuerzo ni dificultad.

Ni pagando sus culpas, sus mentiras y sus excesos podrá Ortega Cano saldar con la afición su actuar. No digamos con el inocente marido y padre a quien el torero de mal obrar se encargó de mandar a la eternidad.

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