jueves, 28 de agosto de 2014

Enrique Ponce detuvo el tiempo

Magistral y majestuosa tarde del valenciano, aunque solo se marchó a hombros Manzanares

Y de pronto Ponce detuvo el tiempo. Las manecillas del reloj se lentificaron desde primera hora. El escarbador juampedro que abrió plaza, un castaño zapatito, acudió con nobleza al templado quite a pies juntos del valenciano. Con su innata elegancia principió para sacárselo a los medios. A media altura siempre, sanador de flojeras. La muleta dormida, con un derechazo que aún dura y un cambio de mano de aquí a la eternidad. ¿Solo despacio? No. Hasta los abanicos que combatían el calor se pararon. Incluso Morante tendría que quitarse luego la chaquetilla, desabrocharse el chaleco y remangarse la camisa mientras le abanicaba un subalterno en medio del sofoco. Hasta para eso hay que tener arte natural.

Pero al maestro de Chiva no había bochorno que lo paralizara. Vestido de rojo fuego, pondría de ídem los tendidos mientras se hartaba de torear a placer. Por ambos lados, cada vez más pausado, con la tela adelantada, la muñeca rota y entonando un vals con el domecq, un portento de clase pese a su justa fortaleza. «Espía» se llamaba. Pero fue Enrique Ponce el agente encargado de extraerle toda la información hasta desembocar en ese tres en uno que levantó atronadoras ovaciones. Aún quedaba un circular invertido y un torero remate. Y el espadazo, que desató la pañolada. La obra era de dos orejas sí o sí, pero el señor presidente se empeñó en darle solo una. Con su pan se la coma. 

Ponce, una bestia del toreo con 25 años en el frente, no se conformó con eso. Si aquella faena inicial fue de una belleza extraordinaria, la que cuajó al cuarto contuvo aún más méritos. El quite mixto por verónicas y chicuelinas prendió la chispa, pero la hoguera tomó cuerpo en las torerísimas dobladas, tantas que perdimos la cuenta. El manso quería tablas, y allá le planteó una soberana faena diestra. Era de doble trofeo, pero pinchó y todo quedó en vuelta al ruedo. Los gritos de «¡torero, torero!» se oyeron en su tierra de Valencia.

El segundo, con el hierro de Parladé, no poseía grandes calidades. Había que llevarlo tapadito, y así lo hizo Morante, que lució toda su técnica, por si alguien dudaba de ella... Los ayudados iniciales a media altura desembocaron en unos por bajo de superior hondura. Turno de la mano de escribir para ligar en redondo, con colocación sincera. Cabal por el zurdo, de uno en uno y con los pasitos adecuados. Faena medida, en la que el pinchazo enfrió los ánimos.
Tras el éxtasis del director de lidia, la gente estaba loca por ver el capote de Morante. Dos verónicas y una media condujeron al paraíso. Silencio de expectación cuando el sevillano empezó agarrado a las tablas y se sacó a este quinto a los medios. Estaba a gusto el artista, sonriente mientras guiaba las embestidas rebrincadas sobre la diestra. A izquierdas no podía con su alma. Y mira que el de La Puebla lo intentó. Un animal tan vulgar no merecía los destellos de aquella torería. Muy por encima de su lote anduvo Morante. 
 
El tercero desarrolló un turbio viaje dentro de su mansedumbre y propinó un seco golpe a Curro Javier durante la lidia. Manzanares tuvo la virtud de llevarlo embebido en las telas, tanto a derechas como a izquierdas, recreándose en un invertido. Con el toro más rajado ya, acabó en las tablas con una estocada recibiendo made in José Mari. Se le coló en los inicios el sexto, que cabeceaba pero obedecía con su anovillada carita. El alicantino, con pases más entonados y otros más mediocres, lo cazó de otro espadazo. Le obsequiaron con otra oreja y se marchó a hombros, aunque nadie recordaría un solo muletazo a la salida.
A pie se iría el que de verdad era merecedor de la puerta grande: Enrique Ponce. Magistral y majestuosa su tarde.

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