martes, 26 de agosto de 2014

Los últimos «capas»: jugarse la vida por veinte euros



Juan Carlos Guerrero da un derechazo a un toro colorado de seis años en Lagerosa da Raia, Portugal

Juan Carlos Guerrero da un derechazo a un toro colorado de seis años en Lagerosa da Raia, Portugal


Antes de emprender el viaje ya todo cambió. E iría cambiando a cada segundo hasta convertirse en una aventura delirante, mágica e inverosímil en este siglo XXI. Habíamos quedado a las cinco de la mañana de un miércoles ya en la madrileña Atocha para dejarnos atrapar por la vida de los «capas», los últimos románticos que deambulan por los pueblos de capea en capea en busca de un «pitón», lo que en la jerga taurina significa torear. Todo un mundo se fue abriendo ante nuestros ojos. Otro planeta. Otra vida. Tanto fue así que el plan cambió antes de trazarlo y a media tarde del martes recibí una llamada. Juan Carlos Guerrero, al otro lado del teléfono. «Estamos pensando que sería buena idea salir hoy... Así mañana estamos más descansados para afrontar el día». No estaba en el manual, pero allá nos fuimos, rápido, corriendo, organizar todo para desorganizar en ese mismo instante en el que todo el equipo improvisado nos reunimos en la Monumental de Las Ventas. Era el sitio. Donde comienza todo. Pasadas las diez de las noche, las once tal vez, comenzamos la ruta, a cada kilómetro que nos alejábamos de Madrid aumentaba la sensación de ser imbuidos por el tiempo. Un retroceso. Un paréntesis. Quién sabe dónde. Un folio en blanco es lo que venía al doblar la esquina. Al volante, Paco «El Zorro», banderillero en activo, ducho también en las capeas, de copiloto, Juan Carlos Guerrero, novillero, pasada la treintena, en la edad de Cristo para ser exactos, en busca de la eterna oportunidad, un buscavidas con alma de poeta, y detrás un matador que desde se doctoró mira los toros desde el banquillo. Y la periodista, absorta y sin valor, sólo para contarlo. Vivir para contarla, que diría García Márquez. El destino. Primer destino donde pernoctar al menos era Coria. El objetivo final estaba en un pueblecito a las puertas de la frontera, ya en Portugal, Lagerosa da Raia. (Aquí al lado, pero otro planeta, aunque aún no lo sabíamos). Quedaba viaje por delante. Juan Carlos, que iba delante en el coche, era el motor de esta historia, el eje por el que transpira cada segundo de esta aventura, desventura, todo son incógnitas cuando uno atraviesa la frontera. Novillero sin caballos de la Escuela Taurina de Madrid y un clásico en estos lares desde hace más de 15 años. «A mí lo que me gustaría es torear novilladas. Y no desisto, voy tocando a todos los empresarios que conozco, pero mientras las capeas son el hueco que tengo para poder torear, para ver la cara al toro, porque si estás seis meses sin hacerlo después te cuesta un mundo. Y luego el ''guante'', que también es muy importante para ir tirando y eso te exige, te obliga a ponerte delante». El famoso "guante" consiste en pasar un capote por el ruedo improvisado, irregular y peligroso en el que se suele montar la capea, después de torear claro, para que la gente suelte en él las monedas, billetes, lo que cada uno quiera. «Es una manera de exigirte, hay que ponerse delante, hay que montarla con magia, para que eso se note en el guante, para darle color a la vida. Hay que hacer algo, de mangui no mola. Hay que tener vergüenza torera, como el último disco de Rosendo, que es auténtico, castellano antiguo... En las capeas se sobrevive, se mal sobrevive, como no vayas muy medido y no gastes nada... Pero también ya que te has puesto delante y te has entregado te apetece cenar normal o tomarte tres cañas, que la vida es para vivirla y no sabemos lo que vendrá mañana», prosigue Guerrero mientras apura un cigarillo, «lo que no es normal es matar dos toros en una plaza y tener que buscar dinero porque no tienes ni para tabaco. Yo quiero torear y cada año toreo alguna novillada, pero con dignidad».

Encuentros camino de Coria
La noche es cerrada, la media luna creciente no pasa por alto, mientras cuesta sintonizar la radio en el seat Ibiza en el que viajamos, pero ni falta que hace. Fluye la conversación, alrededor de este mundo de «capas» viven las triquiñuelas, cada pueblo tiene sus leyes invisibles, sus normas, conocerlas da poder. Para lograr viajar hay que buscarse la vida. Vamos quemando kilómetros casi a la misma velocidad que tabaco. Una niebla, esa niebla, la noche, y paradas en pueblos de aquí y de allá. Sorprendentes, tanto como perderse en una aldea pasada la una de la madrugada para dejar un par de conejos que llevábamos en el maletero (vivos, claro). Reponer bebidas, algún «litrillo», lo justo para ir tirando. Cerca de las tres ponemos pie en Coria (Cáceres), no sin antes recoger a Campero, un mítico de las capeas, amigo de Juan Carlos y que además le da cobijo en su casa. El Zorro y el matador tienen cama en casa del banderillero. Arreglada la noche. No siempre es así. «Tienes que organizarte. Ir a sitios donde tengas un registro. ¿Qué que es? Pues por ejemplo que un colega se eche una novia y nos deje pasar la noche allí. Una peña, un pajar, la casa de algún amigo...».

Nos separamos. Sólo por unas horas. A Campero y Guerrero la madrugada se les fue de largo. Y se les nota a la mañana siguiente. Puntual, eso sí, Juan Carlos llega al encuentro; Campero se queda en casa. Está a la espera de una operación de la vista y apenas ve. De nuevo los cuatro. Ya no hay antesala de nada. Nos dirigimos a Lagerosa da Raia, porque es una capea «con siete toros y tiene mucho sabor, es como volver atrás cien años», dice Juan Carlos. Algo ha cambiado hoy. Será el instinto del miedo, que revolotea. «Se pasa mucho antes de torear, sabes que todo se puede acabar de repente, aunque no lo piensas, aunque no lo quieres pensar. No estamos locos. Sabemos lo que se arriesga. Pero todo tiene su por qué y su razonamiento». Después de algo más de una hora llegamos al pueblo. No hay dudas. La plaza, generoso término, es volver al pasado para quedarte allí. Pequeña, en cuesta, con barrotes, irregular, desigual, y con unos tendidos improvisados a los que accedes con una escalera móvil y después te buscas la vida. Hace calor, sin piedad aprieta el sol y el polvo se va pegando poco a poco a la piel, caes en la cuenta de que son sensaciones casi olvidadas. La tradición de las capeas en este pueblo es la ley. Tanto que se mantiene viva sustentada a escote entre los habitantes del pueblo. De los visitantes, no paga nadie. Por la mañana es el encierro, a campo abierto primero hasta llegar a la plaza. Siete toros, grandes, fornidos. No hay resquicio para la broma cuando llega la hora de la verdad. Entre barreras, entre barrotes Juan Carlos, Paco y el matador en el anonimato se encuentra con El Duende, un veterano «capa», Poli y Narci, que tiene una afición desmedida. Después del encierro van a soltar un toro. Y así fue. Seis años. Colorado de capa y capaz de asustar al miedo. Pero allá se fue el torero, Juan Carlos Guerrero, vestido de negro, camiseta de rayas, una muleta con mil batallas, y el valor tatuado en el pecho para plantar cara al toro. Dos pases y no más. Ni uno tenía el burel. Primer asalto. El animal estaba toreado. No había manera. Si lo que esperaba por la tarde era así no merecía la pena haber venido hasta aquí. «Alguno tiene que dejarse. Seguro», dice Guerrero, mientras encaminamos calle arriba en busca de algo que almorzar. «Para comer los pueblos nos suelen invitar, de una manera u otra te apañas. Lo malo, por donde se te va el dinero es en el tabaco y los cafés. Ahora me quedan 40 pavos en el bolsillo. Espero que esta noche antes de pasar el guante, no me los haya gastado. Somos como Antoñete a pequeña escala, nos quedamos caninos y en un momento dado surge la magia y te puedes poner rico con un billetazo de 50 o 100 euros en el bolsillo y eres capitán general». Pero para eso hay que jugarse el tipo de verdad con embestidas inciertas y con un ímpetu salvaje.

 Las capeas son duras, agrias, amargas, pero también hay fogonazos de emoción que te agarran al estómago. «Esto engancha, sobre todo cuando te sale bien. Es pan para hoy y hambre para mañana... Pero pasas de la máxima tragedia a la máxima satisfacción cuando cuajas un toro y la gente se entrega. Luego llega la ley del silencio y al día siguiente nadie se acuerda de nada». Hemos almorzado gracias a la generosidad del pueblo y regresamos a la plaza de barrotes. Hay siete toros por delante. Los dos primeros son imposibles. Enormes y resabiados. Un tercero colorado se deja torear y ahí hacen faena, salen al lío, El Duende, Paco y Juan Carlos... El Duende es un veterano, está a las puertas de los 60, «la primera vez que vine aquí fue con Conrado», pero delante del toro lo ve fácil aunque sea imposible. Justo después de hacer faena a ese toro aprovechan para pasar el guante. Por esos pueblos de Dios la tragedia es un volcán en erupción, incandescente, ese filo de la navaja es afiladísimo. El torazo, la gente cruzándose por ahí, un suelo inestable, «a veces hay trampas mortales en el piso», dice Guerrero... El sol aprieta y también los toros, que antes de ver la luz en esta plaza, aprendieron otras guerras y se les nota. Solo ponerse delante es una heroicidad. No renuncian. Una y otra vez se dejan ver El Duende, Paco y Guerrero... Sanos y salvos acaba el capeo y llega la hora del recuento. El «guante» esta vez no ha dado para mucho. 100 euros a repartir entre cuatro. «Hay días que se da mejor. Otros no tienes ni para café y tienen que fiarte, pero es una motivación para ponerte delante y poder cenar». Cubiertos de polvo y con mil batallas que repasar, nos espera un largo viaje. Delirante, confidencias, secretos y contra todo pronóstico y después de toda una eternidad regresamos a Madrid pasadas las cinco de la madrugada quién sabe de qué día. Ni importa. En la misma Puerta Grande de Las Ventas. «Yo sueño con torear aquí, es mi plaza, donde me he criado, aunque luego vuelva a las capeas, al romanticismo, a la magia». Y la hay. Sobre todo en personajes tan hondos, rotos y novelescos como Guerrero. El último romántico. Un poeta. Un torero.

Más de 40 capeas al año

«¡Qué no sentiremos por torear bien que nos da igual que nos maten!»
Juan Carlos Guerrero es de los últimos «capas» que quedan en la Fiesta. Deambula de pueblo en pueblo, de capea en capea, enfrentándose a los toros, jugándose los muslos, soñando el toreo. Un bohemio, protagonista de un vida novelesca... «José Tomás me provoca admiración y más ganas todavía de amar la profesión. Si él que está rico es capaz de jugarse la vida así, hay que atravesar la barrera y que pase lo que tenga que pasar en pos de la pureza del toreo. Qué no sentiremos por torear bien que nos da igual que nos cojan, que nos maten... Esa fe que tiene José Tomás es la que le transporta a los paraísos de la magia, al paraíso eterno». Guerrero vive lejos de las ferias, pero al cabo del año se hace más de 30 o 40 capeas y el riesgo está intrínseco en ellas. «Hace un par de años me cogió un toro en Guadalupe. No era agresivo ni muy grande. Fue un tropiezo y el toro era certero, de los que te cogen y no te sueltan hasta que hacen sangre... Las plazas en las capeas son complicadas, los terrenos, los tercios, puede haber hoyos, a veces hay trampas mortales, pero comparado con las batallas que cuentan los ''capas antiguos'', lo de ahora es todo un lujo», dice Juan Carlos Guerrero, que no pierde la sonrisa ni instantes antes de jugarse la vida. Con un torazo, de seis años y al que ya le han toreado. Vive al límite y con lo justo, pero su análisis de la vida tiene mucho recorrido.

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