domingo, 28 de febrero de 2016

La resurrección de Miguel Ángel Perera

El 15 de septiembre de 2015 un toro le destrozó las entrañas en Salamanca. Ahora regresa de entre la muerte y las sombras para reaparecer en Olivenza.«Las cornadas no son medallas», declara a EL MUNDO el matador renacido.

Miguel Ángel Perera se cala la montera; la tremenda cicatriz de Salamanca recorre su abdomen. JOSÉ AYMÁ

Lo atrapó como un grizzly y cuando lo soltó le había reventado las entrañas. No se arrastró ni trató de huir como Di Caprio en la película de Iñárritu. Ni tiempo tuvo. La bestia perdonó la crucifixión contra los maderos de la barrera y lo sacó fuera del circo. Perera se moría sin ver la muerte.
 
Exhalaba por las tripas. El verano coleaba en Salamanca con un viento infernal para ser septiembre.
Entre sombras vuelve el torero del invierno interminable. Se asoma al espejo que le devuelve las huellas del toro. Un costurón de caballo sube desde el pubis como una carretera de grava por el abdomen. El zurcido esconde el diabólico eslalon del cuerno, una daga ciega que atravesó la pared muscular y asustó a las iliacas, la externa y la interna, descubrió músculos insondables (psoas), esquivó el uréter, contusionó la vejiga, pasó por el recto y las groseras arterias hemorroidales. Una sangría incontenida entre nombres extraños del retroperitoneo, el drenaje de Prenrosa y fondo de Saco de Douglas. Y milagrosamente ningún órgano vital reventó en el impacto, como si un misil hubiera atravesado una multitudinaria manifestación sin causar muertos.

Miguel Ángel Perera despertó en la UCI como una marioneta desmadejada, enredado en los hilos del destino. Sondas en cada uno de los agujeros del cuerpo, los drenajes como escape de la podredumbre, los ojos angustiados clavados en el techo. Perera lo recuerda todo como trauma de guerra y maldice las cornadas como rara avis en un hábitat de presunción: "No son medallas, las asumo como parte del toreo, pero no son medallas. Ojalá no hubiera tenido ninguna en 12 años de alternativa". La sufrida en el otoño de 2008 en Madrid trepa por su pierna como una enredadera venenosa y se asoma por la cresta de su cadera derecha como otra muesca infausta. Culebrean las cicatrices como memoria de la carne.

Hugh Glass (Di Caprio otra vez, Iñárritu de nuevo) encuentra a rastras el río Misuri para saciar la sed del resucitado. Bebe con ansia desesperada y el agua helada se le escapa por la herida mal zurcida del cuello, traqueotomía de un zarpazo. A Perera la comida líquida, la dieta blanda, purés y papillas, se le atascaba por los recodos en escuadra del laberinto desordenado de sus intestinos en lugar de fugarse por el ventanal gore de su abdomen. Un vómito de cinco meses, una saca de kilos perdidos, el cuerpo de Cristo por castigo. El alimento espiritual de su hija recental y su mujer funcionaron como motor. Para cuando quiso volver a sentirse el torero fuerte y poderoso que es, la fuerza y el poder se habían fugado por los boquetes. "Trataba de andar, intentaba correr, pero estaba completamente desfondado. Me quemaba el amor propio, el espíritu competitivo, el ánimo de luchador. No alcanzaba ni la mitad del nivel que tenía en los ejercicios habituales con mi preparador físico. Sicológicamente me hundía. Ni masa muscular, ni fuerza, ni... No era yo".

Otoño de 2008. Monumental de Las Ventas, 3 de octubre. Miguel Ángel Perera se anuncia con seis toros para coronar una temporada descomunal, 40 salidas a hombros consecutivas le avalaban en el año de su vida. El viento lo emboscó ya entonces. Como en Salamanca. Otra cornada brutal -recuerdo el horror de los tendidos, el revuelo de capotes, las gentes brotando del callejón en catarata, el torero hecho un ovillo en el ruedo, en posición fetal, como cuando nacemos, como cuando morimos, la sangre oscura, el torniquete intenso-, una gloria épica y otro invierno dantesco aquél de siete años atrás. La pesadilla repetida, los fantasmas recurrentes, las noches de insomnio. Sólo que la situación ha cambiado: Perera no viene de su temporada más redonda y las empresas, como la afición voraz, prefiere los juguetes nuevos a los juguetes (aparentemente) rotos. La implacable memoria de los peces para quien en 2014 se erigía en triunfador absoluto de San Isidro. Miguel Ángel no se queja pero mastica las ideas y las palabras: "Son 12 años de alternativa, cinco Puertas Grandes en Madrid, una categoría y una rectitud en el toreo de la que pocos pueden presumir, como de mi honestidad, lealtad y compromiso con la profesión". Fuera de Castellón y Valencia, una sola tarde en Sevilla, otra en Málaga, su tierra extremeña acunará su renacimiento en el capazo de Olivenza, el inminente 5 de marzo.

Del tronco de Perera nacen raíces de encina. Las tormentas son para los juncos o los yunques; las encinas se tronchan Quizá por eso sea más yunque, por no doblegarse nunca, por la receta que se aplica: "Sacrificio, entrenamiento, paciencia y memoria ante la adversidad. Nada nuevo que no conozcamos ya. Nada nuevo que no conozcamos ya. Es ingrato y duro. Somos rectos en nuestras negociaciones, pero no complicados". Desde hace una década ligó su carrera a Fernando Cepeda, como un hermanamiento de sangre. De ahí el plural que usa el matador. Doblarán presencia en el Foro por mayo. Lo que no es poco para viejos gallos de pelea acotumbrados a remontar. Vienen los jóvenes valores emergentes de la torería andante -López Simón, Roca Rey o Garrido- con el estandarte de la novedad, traen el viento de cola, los méritos contraídos, el ambiente de fiesta.

Entre sombras vuelve el torero del invierno interminable. Se asoma al espejo que le devuelve las huellas del toro. «Si cruzo esta noche, si amanece / píntame la vida / porque nunca es el mismo / el resucitado».

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