sábado, 25 de marzo de 2017

La trascendencia de Rodolfo Gaona en el inicio del siglo XX

 500 años de Tauromaquia en México 




La irrupción en el toreo de Rodolfo Gaona no fue ni casual ni espontánea. Surge de la inquietud y la preocupación manifestada por Saturnino Frutos, banderillero que perteneció a las cuadrillas de Salvador Sánchez Frascuelo y de Ponciano Díaz. Ojitos, como Ramón López, decide quedarse en México al darse cuenta de que hay un caldo de cultivo con gran dimensión taurina para el siglo XX. Es la etapa, histórica sin duda, que va desde 1908 y hasta 1925 en la que Gaona pasa a ser el eje central de la torería mexicana. Con esta línea de trabajo se adentra el historiador mexicano José Francisco Coello Ugalde como inicia el estudio del siglo XX en la Tauromaquia de su país.

José F. Coello Ugalde, historiador
Raro es el siglo que tiene la particularidad de iniciar su marcha temporal junto con otros procesos sociales o políticos. Estos más bien, hallan un puente por donde cruzar y por donde seguir. El siglo XX mexicano aparece en escena con un síntoma de continuidad en el régimen porfirista, lo que por un lado marca cierta estabilidad económica y política; por el otro, la intranquilidad social. Sin embargo, la respuesta de muchos inconformes, merece una atención especial. 

Por una parte los trabajadores de algunas fábricas despertaron el ánimo rebelde que llegó a oídos de muchos integrantes del pueblo[1] que probablemente no imaginaron sumarse a la bola, término que se le dio a las multitudes que participaron en el movimiento armado de 1910. La bola bien a bien no tuvo una idea clara que sí tuvieron sus dirigentes, cabecillas y “caudillos”, los cuales, además de tener bien definido el propósito de eliminar todo rastro de la dictadura sostenida por el General Porfirio Díaz,[2] aprovecharon la coyuntura para encaramarse en puestos estratégicos de la lucha por el nuevo poder, independientemente de que operó un constituyente el cual, para el 5 de febrero de 1917 logra poner en circulación un nuevo documento rector para la nación, desplazando al que estuvo en boga desde 1857.

Por otro lado, se tenía la idea de que el trabajador en las haciendas mexicanas fue un elemento de explotación indiscriminada. Pero en muchas de ellas se ha encontrado un paternalismo entre el hacendado y los peones. Esos arreglos de conveniencia hacen ver que las relaciones laborales, determinada por ciertas presuposiciones en torno al peonaje, de la transmisión hereditaria de deudas, de la ruindad de la “tienda de raya”,[3] así como de los créditos y adelantos impuestos a los trabajadores, del pago del salario en “vales” o “fichas”, del empleo de deportados a la fuerza pero sobre todo, de la utilización de la violencia física, ha hecho que muchos autores encuentren una relación entre las características del sistema y las acciones de la revolución agraria. Ahí se condensan los atributos del sistema de hacienda supuestamente inaguantables, vistos en conjunto como la variable independiente de una considerable, si es que no decisiva, participación de los trabajadores agrícolas en la revolución de 1910-40.[4]

 
Una expresión, la del toreo rural, tuvo todavía fuerte presencia entresiglos, el XIX y
el XX en nuestro país. De ahí que su discurso entrara en diálogo con el toreo urbano.

En la peculiar rareza del inicio de un siglo que no tiene ninguna necesidad de partir de su principio elemental (ahí está el caso de que para el XXI, su crudo comienzo tuvo lugar el 11 de septiembre de 2001), esto va a ocurrir en el toreo mexicano. Poco más de 10 años bastaron para que la expresión nacionalista encabezada fundamentalmente por Ponciano Díaz fuera liquidada por la “reconquista vestida de luces”, que se estableció en México desde 1882. 

Ya sabemos que aquel grupo de diestros españoles encabezado por José Machío, Luis Mazzantini, Ramón López o Saturnino Frutos Ojitos, junto con la labor doctrinaria de la prensa cimbraron la estructura de la tauromaquia mexicana, resultante de una sustancia híbrida –a pie y a caballo-, enriquecida con los “aderezos imprescindibles” denominados mojigangas, ascensiones aerostáticas, fuegos de artificio y otros. El débil andamiaje que todavía quedaba en pie en el postrero lustro del XIX fue defendido por el último reducto de aquella manifestación. Me refiero de nuevo a Ponciano Díaz quien con su muerte, ocurrida el 15 de abril de 1899 se lleva a la tumba la única parcela del toreo nacional que quedaba en pie, pero que ya no significaba absolutamente nada. Era ya sólo un mero recuerdo.

1901 amaneció para México dominado por la presencia torera española, en contraste con una floja puesta en escena de diestros nacionales, encabezados por Arcadio Ramírez “Reverte mexicano”, lo que representaba un desequilibrio absoluto, una desventaja en el posible despliegue de grandeza, mismo que se dejará notar a partir de 1905, con la aparición de Rodolfo Gaona.

 
Eduardo Leal “Llaverito” y Luis Freg, encuentro entre el final de un siglo, el XIX y el
comienzo del XX. Ambos, en el patio de cuadrillas en la plaza de toros “El Toreo”
de la colonia Condesa. (Ca. 1912). 

La del leonés no fue una presencia casual o espontánea. Surge de la inquietud y la preocupación manifestada por Saturnino Frutos, banderillero que perteneció a las cuadrillas de Salvador Sánchez Frascuelo y de Ponciano Díaz. Ojitos, como Ramón López, decide quedarse en México al darse cuenta de que hay un caldo de cultivo cuya propiedad será terrenable con la primer gran dimensión taurina del siglo XX que campeará orgullosa desde 1908 y hasta 1925 en que Gaona decide su retirada.

Rodolfo Gaona Jiménez, había nacido el 22 de enero de 1888 en León de los Aldamas, estado de Guanajuato. Con rasgos indígenas marcados, y sumido en limitaciones económicas, el muchacho, solo no tenía demasiado futuro. Se dice que Saturnino Frutos emprendió el difícil camino de buscar promesas taurinas en el bajío mexicano, sitio en el que estaba gestándose uno de los núcleos más activos, sin olvidar el occidente, el norte y el centro del país.

El encuentro de Frutos y Gaona se dio en 1902, imponiéndose desde ese momento una rígida preparación, bajo tratos despóticos soportados entre no pocas disputas o diferencias por Rodolfo, único sobreviviente de una primera cuadrilla que luego se desmembró al no soportar el ambiente hostil impuesto por el viejo banderillero, convencido de la mina que había encontrado en aquel joven que lentamente asimiló el estudio. Pero sobre todo el carácter.

El “indio grande”, el “petronio de los ruedos”, el “califa de León” y otras etiquetas determinaron y consolidaron la presencia de ese gran torero quien, como todo personaje público que se precie, también se involucró en algunos oscuros capítulos, que no vienen al caso.

Rodolfo Gaona, el primer gran torero universal, a decir de José Alameda, rompe con el aislamiento que la tauromaquia mexicana padeció durante el tránsito de los siglos XIX y XX. Ello significó el primer gran salto a escalas ni siquiera vistas o comprobadas en Ponciano Díaz (14 actuaciones de Ponciano entre España y Portugal en su primera y única temporada por el viejo continente), no se parecen a las 81 corridas de Rodolfo solo en Madrid, repartidas en 11 temporadas, aunque son 539 los festejos que acumuló en todo su periplo por España. Sin embargo, los hispanos se entregaron a aquel “milagro” americano.

Gaona ya no sólo es centro. Es eje y trayectoria del toreo aprendido y aprehendido por quien no quiere ser alguien más en el escenario. Independientemente de sus defectos y virtudes, Rodolfo –y en eso lo ha acentuado y conceptuado con bastante exactitud Horacio Reiba Ibarra-, sobre todo cuando afirma que Rodolfo Gaona es un torero adscrito al último paradigma decimonónico. Y es que el leonés comulga con el pasado, lo hace bandera y estilo, y se enfrenta a una modernidad que llegó al toreo nada más aparecieron en el ruedo de las batallas José Gómez Ortega y Juan Belmonte, otros dos importantes paradigmas de la tauromaquia en el siglo XX.

Tal condición se convirtió en un reto enorme para el torero mexicano-universal, sobre todo en un momento de suyo singular: la tarde del 23 de marzo de 1924, cuando obtuvo un resonante triunfo con QUITASOL y COCINERO, pupilos de don Antonio Llaguno, propietario de la ganadería de San Mateo. Esa tarde el leonés tuvo un enfrentamiento consigo mismo ya que, logrando concebir la faena moderna sin más, parece detenerse de golpe ante un panorama con el que probablemente no iba a aclimatarse del todo.

 
Saturnino Frutos “Ojitos” y la cuadrilla leonesa, en imagen obtenida más o menos
entre 1905 y 1907. En Toros y Toreros. Órgano del Centro Taurino. Nº 5 extraordinario.
San Luis Potosí, 6 de enero de 1909. De la colección del autor.

Los toros de San Mateo no significaron para Gaona más que una nueva experiencia, pero sí un parteaguas resuelto esa misma tarde: Me quedo con mi tiempo y mi circunstancia, en ese concepto nací y me desarrollé, parece decirnos. Además estaba en la cúspide de su carrera, a un año del retiro, alcanzando niveles de madurez donde es difícil romper con toda una estructura diseñada y levantada al cabo de los años.

Es importante apuntar que la de San Mateo era para ese entonces una ganadería moderna que se alejó de los viejos moldes con los que el toro estaba saliendo a las plazas: demasiado grandes o fuera de tipo, destartalados y con una casta imprecisa. El ganado que crió a lo largo de 50 años Antonio Llaguno González recibió en buena medida serias críticas más bien por su tamaño –“toritos de plomo”- llegaron a llamarles en términos bastante despectivos. Pero en la lidia mostraron un notable juego, eran ligeros, bravos, encastados; incluso una buena cantidad de ellos fueron calificados como de “bandera”.

Volviendo con Gaona, su quehacer se convirtió en modelo a seguir. Todos querían ser como él. Las grandes faenas que acumuló en México y el extranjero son clara evidencia del poderío gaonista que ganó seguidores, pero también enemigos.

 

De regreso a la hazaña con el toro “Quitasol” de San Mateo ocurrida el 23 de marzo de 1924, con ella concibe el prototipo de faena moderna. Si José Alameda da a Manuel Jiménez “Chicuelo” el atributo de haber logrado con “Corchaíto” de Graciliano Pérez Tabernero ese nivel,[5] nosotros se lo damos al leonés con aquella obra de arte que un polémico periodista de su época, Carlos Quiroz “Monosabio” recoge en espléndida reseña que presentamos en su parte esencial. Aquella tarde sucede un hecho memorable: Rodolfo Gaona, en una de las varias vueltas al ruedo que emprendió para agradecer las ovaciones, se acompañó de don Antonio Llaguno. Fue la única ocasión en que Gaona lo hizo con un ganadero, mismo que está proporcionándole a la fiesta un toro nuevo y distinto. El toro moderno para la faena moderna que a partir de esos momentos será una auténtica realidad.

Además, “Monosabio” logró conseguir un perfil biográfico junto con la obra humana y artística del “petronio de los ruedos” en “Mis veinte años de torero”,[6] libro llevado a la prensa en dos ediciones con miles de ejemplares vendidos, y que hoy está convertido en verdadera reliquia de bibliotecas.

PAGINAS TAURINAS DE “MONOSABIO”

n ¿CUAL DE LAS DOS?

Han pasado ocho días y aún se comentan las faenas que Gaona realizó con los toros “Quitasol” y “Cocinero”, de la ganadería de San Mateo. Todavía no nos hemos puesto de acuerdo acerca de cuál de ellas tuvo mayor mérito.

Unos juzgan que la de “Quitasol” fue una maravilla de acabado. Perfecta obra de orfebrería. Dechado innegable de perfeccionamiento en el manejo de la muleta. Y es que consideran que las condiciones en que “Quitasol” llegó a poder del matador: sosote, obedeciendo despacio y aún tuvo momento en que quiso trotar al hilo de las tablas.
Y otros, resueltamente, votan por la faena de “Cocinero”, el cuarto, que acometió con más nervio y tuvo más poder y traía la cabeza suelta. Y fue que si en la primera contemplaron suprema sapiencia en la aplicación de la flámula, en ésta hubieron de certificar no sólo esa maestría insuperable, sino algo que es más raro: la inteligencia, el dominio que con la muleta puede alcanzarse.
Sí: porque todos vimos que al cuarto muletazo “Cocinero” que empezó achuchando y revolviéndose codicioso, estaba con la lengua fuera, muy quieto y permitió que el leonés le volviese la espalda, cual si ya lo considerase enemigo insignificante.
Es verdad que en la faena del primer bicho se realizó el milagro de ligar seis pases naturales sin perder terreno en ninguno, haciendo que el bruto girase en torno al diestro. Seis pases naturales que en realidad constituyeron uno sólo: en redondo y que fueron rematados con el clásico pase de pecho, complemento obligado del pase natural. Seis pases en los que el diestro sujetó al toro para que no saliera de la muleta.
Pero -agregamos no pocos- con todo y haber sido una maravilla la faena de “Quitasol”, siempre, la de “Cocinero”, queda algunos codos más alta.
En “Cocinero” hubo más enemigo; más nervio, mayores dificultades que vencer.
Por eso, su mérito es más grande, incuestionablemente.
Sin embargo, no han faltado los Zoilos de ordenanza, pretendiendo aguar la fiesta.
Sueñan con tapar el sol con un dedo.
Basta lijera -sic- glosa de sus afirmaciones, para darse cabal cuenta de lo qué entienden de estas materias. Uno dice:

“En banderillas se resiste a entrar -habla de “Quitasol”-. Escarba y huele, y nada. Un banderillero arroja su montera a la jeta del burel, mas este se contenta con juguetear y no arranca…”

“El bicho ha llegado a la muerte como una seda. Ideal. El bicho sigue el engaño como babosa. Y no pierde de vista la muleta. En cualquier momento lo único que llama su atención es el trapo rojo…”

Y allí, al lado de tan luminosas frases, una pequeña instantánea del Indio muleteando a “Quitasol”. En ella se mira cómo “Quitasol” se marcha al hilo de las tablas, y el Indio que le mete la pierna en los ijares y le flamea la muleta para recogerlo…

Luego, no en todos sus movimientos lo único que llamaba la atención de “Quitasol” era la muleta.

Y cuando un toro se queda y echa la jeta por los suelos -como dice que hizo “Quitasol”- ya no es tan de seda. Alguna aspereza debió tener. Y torearlo primorosamente como lo toreó Gaona, es indudable que representa no poco esfuerzo, máxime si hay momento en que el enemigo intente marcharse con viento fresco.

Del cuarto, dice:

“Un toro que comienza saltando al callejón, que sigue dando brincos. Que se queda en varas…

¿Acaso toro en tales condiciones es un pedazo de azúcar? 

n CONVENGA O NO

Hay quienes reprochan al Califa el poco clasicismo que empleara al torear a “Quitasol”.
Hubieran preferido de buena gana que, después de los seis pases naturales y el de pecho, hubiese entrado a matar: habría sido faena completa y clásica, porque así debió haberlo hecho el propio “Chiclanero”. ¿Para qué torear con la diestra, cambiándose de mano el engaño, etc?

Y, si Gaona hace tal, entonces las exigencias serían de otro género.
Esa faena impecable la entenderíamos media docena de los que estábamos en la plaza, no los doce mil que había en los tendidos. Y, como el sol sale para todos, hay que contentar a la mayoría.
De lo contrario, aparte de que la brega habría tenido menor emoción y escaso lucimiento, le pondrían toda suerte de reparos: éste, diría que no supo sacar el partido a que obligaba la nobleza del cornúpeto; aquél, quizás dudaría de la afición del torero, de su deseo de complacer a la clientela; porque, si con un borrego no se hacía aplaudir a rabiar, quien sabe para cuando reservaría su tan decantada maestría.
El caso era poner laguna tilde, conviniese o no.
Y no todos están por los clasicismos, que es éste un capítulo en el que se “vacila” más de lo necesario.
Cuando, después de meternos en el cráneo algún pesado librote taurómaco entramos a la realidad de las cosas, salimos pidiendo a gritos el toreo clásico: mucha mano izquierda; torear exclusivamente con los pases fundamentales: el natural y el de pecho. La estocada recibiendo…
Con arrebatadora suficiencia doctrinamos de esta guisa, queriendo reducir a la nada algún diestro que tarde a tarde se lleva de calle a los públicos: -Mientras no reciba un toro, no puede considerársele un gran estoqueador!…
Y resulta que ejecuta exclusivamente los pases naturales y los de pecho, y viene la consumación de la suerte máxima, y aplaudimos, pero no hemos quedado satisfechos. Y ya estamos poniéndole reparos y nos hundimos en prolijas disquisiciones acerca de si debió o no debió haber recogido el pie izquierdo, o el derecho, o levantado más la mano. Y unos dicen que recibió a ley, y otros lo niegan y el torero con cuatro palmadas no queda contento, y jura no volver a meterse en semejantes belenes.
Todo se debe a que, la verdad, la suerte que creímos portentosa ya de viso nos parece tener poca miga. Esperábamos que despertaría mayor alboroto, que nos causaría más impresión. Y no.
Lo acabamos de certificar recientemente: Nacional recibió cuatro, cinco veces. Y ya nadie se acuerda de eso. Y no porque Nacional hubiese consumado la suerte suprema con mayor o menor perfección, -que en alguna llenó todos los trámites- hemos de confesar que sea consumado estoqueador, un Maestro. No. Comprendimos que su talla aventajada le permite intentar la suerte de recibir; pero que todavía está verde para codearse con los Mazzantini.
En cambio, después de ver torear a Gaona un toro, chico o grande, como los ha toreado en esta temporada, tenemos que concluir perfectamente convencidos: es un maestro.

Y han sido porque en esa faena ha despertado emoción. Ha dado el sello de su personalidad inconfundible, como en la de “Quitasol” que no la redujo al clásico capítulo inicial, del toreo sobre la zurda, el que le enseñara “Ojitos”, sino que, al prolongarla, buscó no caer en monotonía. De aquí que sus hazañas fueran todas distintas. Y la faena de “Quitasol” en nada se pareció a la de “Cocinero”.

Si los dos toros eran igualmente nobles y faltos de respeto, como se dice por allí, cualquier otro lidiador los hubiese toreado con el mismo procedimiento, hasta hacer creer que era uno mismo.

Y esto lo vemos a diario: antes de que extienda la muleta el matador, ya sabemos que va a hacer y hasta podemos irle marcando el repertorio.

Porque es uno mismo, reducido, monótono, falto de interés.

Gaona, en estas dos faenas tan diferentes, probó no sólo que es quien más domina con la muleta, quien en ella posee positiva arma ofensiva y defensiva, sino que es el más “largo”. El único, en los tiempos que corren, capaz de entretener y entusiasmar a los aficionados y sumirlos en un mar de perplejidades, porque, como hoy ocurre, no sabe por cual decidirse: si por la faena arrobadora en que brillan los seis pases naturales ligados a la perfección, como brillan sobre el terciopelo los brillantes y las perlas, o por la faena de dominio absoluto, de ligereza asombrosa y de adorno variado e inagotable.

Y hoy no se habla de estocadas, sino del toreo de muleta.

El torero ha vencido al matador, lo cual no es una novedad porque así ha ocurrido siempre.
No voy a negar que los grandes estoconazos levanten en vilo a los públicos y arrancan ovaciones estruendosas. Pero es cierto que jamás el matador ha podido aplastar al torero:
 “Lagartijo” no fue opacado por “Frascuelo”; ni “Guerrita” por don Luis; ni Fuentes por “Algabeño”. “Machaquito”, con lo valiente y seguro estoqueador que fue, vio con pena que el cetro no estuvo en sus manos, sino en las de “Bombita”, que era el torero. 

n CUALQUIER TIEMPO PASADO…

Y al pretender menguar el mérito de lo que viéramos hacer con “Quitasol” y “Cocinero”, se hace hincapié en que fueron toros chicos. Terciados, no chotos, como dicen.

En efecto: la corrida de San Mateo fue una corrida terciada, adelantada. Pero los más terciados fueron los dos últimos, que no correspondieron a Gaona.
Y sin que yo pretenda hacer el elogio de los toros chicos, sí debo recordar que no sólo los toros grandullones saben dar cornadas, ni son los que mayores dificultades ofrecen a los lidiadores. A menudo los chicos y escurridos de carnes tienen más ligereza y nervio que los regorditos y corpulentos. Tenemos un caso reciente: Los toros de San Mateo lidiados en la corrida a beneficio de la Casa de Salud del Periodista. El más corpulento y en mejor estado de carnes, fue el “Silveti”, toro bravísimo y de nobleza ideal, que se dejó hacer cuanto quiso el “Hombre de la regadera”. Y el de menos libras, pero con mucho poder y nervio, fue el más pequeño: el “Facultades”, aquel que ya con todo el estoque hundido en lo alto y listo para que de él diera cuenta el puntillero, se levantó y persiguió a Paco Peralta de tercio a tercio, y por poco le echa mano.
“Relojero”, de Piedras Negras, el bicho que cogió a Nacional, no fue un toro grande. Nacional toreó a muchos otros de mayor respeto, y el que le atravesó un muslo fue el de menor tipo… Y, se explica: todos traen cuernos y sangre; y las cornadas no las dan con los años, sino con lo que llevan en la cabeza.
Siempre, es costumbre inveterada que quienes han conocido otros tiempos se entreguen a lanzar suspiritos de monja, añorando aquellas épocas en que veían lidiar reses con los cinco años cumplidos, con muchos kilos sobre el lomo y con pitones kilométricos.
Y lo creen como lo dicen. Están convencidos de que conocieron algo mejor de lo que nos sirven hogaño.
Hace veinte años yo escuché los mismos suspiros. Entonces se envidiaba a nuestros abuelos, que no vieron lidiar chotos.
En aquellos tiempos, yo ví a Mazzantini lidiar seis becerros del Cazadero, muy bravos, por cierto; y con ellos Don Luis y Villita dieron la más lucida tarde de aquella temporada.
En la extinta plaza “México”, Minuto y Fuentes, torearon seis ratitas de Saltillo, noblotas y bravas. Fue corrida brillantísima y fue entonces cuando Antonio ensayó la suerte de recibir, con el cuarto.
A Mazzantini, a Lagartijillo y a Fuentes, yo los ví lidiar la primera corrida de Piedras Negras, con cruza española. Fueron seis bichos pequeños y de asombrosa bravura.
¿Bueyes? En aquéllas épocas pretéritas se lidiaban a pasto. Pocas veces escapaban los toros del Cazadero sin ser quemados. Atenco estaba por los suelos.
Dígalo aquella bronca de la segunda corrida de Reverte. Cuando Reverte volvió a torear en la plaza “México”, domingo a domingo, se las veía con mansos, sacudidos de carnes y mal encornados de San Diego y de Santín.

En cambio, a últimas fechas y a partir de las corridas que se dieron en Tlalnepantla, han menudeado los toros bravos en todas las ganaderías. Hemos visto bravura ejemplar en algunos bichos de Atenco y San Diego de los Padres, de Piedras Negras, La Laguna, Zotoluca, Coaxamaluca, y San Mateo.

Y, si ayer Tepeyahualco presentaba corridas de soberbio trapío, hoy La Laguna nada tiene que envidiarle.

En el beneficio de Gaona, Atenco mandó una corrida grande, brava, gorda y de largos pitones. De San Diego este año hemos visto una corrida muy dura, y de San Mateo una con un nervio que no conocieron nuestros padres.

Sin embargo, los abuelos repiten su vieja cantinela.

¡Ah, aquellos tiempos!”’

Suspiran por los días en que también se lidiaban mansos, y chotos, como ahora y como siempre.

Jorge Manrique lo dijo:

Cómo a nuestro parecer
Cualquier tiempo pasado
Fue mejor.

Pero estar repitiendo tonterías, resulta una necedad.
MONOSABIO.[7]
____________ 
[1] Para mí el concepto “pueblo” es utopía al no existir una razón que lo defina como tal. Las luchas civiles entre señores -durante el siglo XIX, el XX y el que ya transcurre-, utilizan las masas humanas como instrumento para conseguir intereses personales, sustentados en el término pueblo, el mismo que funciona para satisfacer -sí y solo sí- los intereses. Cubierta esa necesidad, el pueblo vuelve a su estado utópico, en tanto que terrenable es o son masas (todo ello bajo el entorno latinoamericano).

[2] Los gobiernos del General Porfirio Díaz en plena República Central van del 5 de mayo de 1877 al 30 de noviembre de 1880; posteriormente del 1º de diciembre de 1884 al 25 de mayo de 1911, con una breve interrupción que recayó en su “compadre” el General Manuel González del 1º de diciembre de 1880 al 30 de noviembre de 1884.

[3] La expresión “tienda de raya” implica el reproche de que la tienda en las haciendas fue un instrumento de explotación en manos del hacendado o de su administrador, a través de la sustracción directa del salario (rayar = remunerar).

[4] Herbert J. Nickel (ed): Paternalismo y economía moral en las haciendas mexicanas del porfiriato. México, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, 1989. 217 p. Ils., grafs., tablas. (V Centenario 1492-1992. Comisión Puebla. Gobierno del Estado).

[5] La faena a Corchaíto, que fue una maravilla en sí misma, tuvo sobre todo el don de la oportunidad. El “milagro” ocurrió en Madrid (el 24 de mayo de 1928) precisamente cuando el público intuía, sentía, “necesitaba” que a los toros ya más afinados se les hiciera otro toreo: el toreo ligado, enlazado, que permita la unidad de la obra y la prolongación de la faena, sacándola del reducido molde belmontino en que venía manteniéndose. Pues si el toro verdaderamente propicio no salía todas las tardes, digamos, con la liberalidad de ahora, salía ya con la relativa frecuencia necesaria para que la evolución del arte pudiera producirse.

[6] Carlos Quiroz (Monosabio): Mis veinte años de torero. El libro íntimo de Rodolfo Gaona. México, Talleres Linotipográficos de “El Universal”, 1924. 279 p. Ils. Fots.
 
[7] El Universal. El gran diario de México. Director: José Gómez Ugarte. Domingo 30 de marzo de 1924. Año IX, Tomo XXX, Nº 2716, Cuarta sección, pág. 4.

Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicanas”, en la dirección: http://ahtm.wordpress.com/ 

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