sábado, 29 de abril de 2017

Heroico Ferrera con un encastado victorino



Un viento inclemente despejó las nubes y la lluvia. El viento que complica el toreo como no hace el agua. De un modo más amenazador y traicionero. Y con los toros de Victorino, más. Tan sensibles a los vuelos y los toques de la muleta con su sexto sentido. A Antonio Ferrera le incomodó inmensamente cuando se sacó al recortado victorino de la apertura a los medios. Quería alejarlo de las querencias que ya en el prólogo de faena le habían empezado a tentar. Con las buenas cosas que había apuntado. El temple, la humillación y el empleo en las varas soberanas de José María González, que tocó tierra en un derribo espectacular. Pero pronto se distrajo. Una despaciosa tanda de Ferrera fue casi todo lo que duró. En la siguiente ya se puso mirón y distraído. Cada vez quería menos. Y acabó por no pasar ni en los terrenos de tablas donde AF finalmente lo cerró. Murió cerquita de chiqueros.

Allí precisamente marchó Manuel Escribano. El mal trago se agrió con la salida distraída del victorino. Una eternidad transcurrió hasta que libró la larga cambiada. Al toro, hondo bajo su cárdena piel, se aquerenció pronto, y apretó hacia los adentros en los lances poderosos en aquella tierra hostil.

La lidia se hizo muy densa. El albaserrada esperó, midió, apretó hacia tablas también en las banderillas compartidas con Ferrera. Y así siguió en el último tercio, siempre con la escopeta cargada, orientado y agarrado al piso. Escribano alargó más allá de lo que la razón pedía: un macheteo solvente. La espada, para colmo, se encasquilló.
A Paco Ureña no le abandonó nunca la fe con un victorino grande y largo de recogida cara. Ureña apostó desde el buen saludo capotero con el noblón enemigo. Y, a base de sobarlo, siempre bien colocado, consiguió hacerle romper y prender con su toreo la chispa de la que carecía la embestida. De mitad defaena en adelante subió la temperatura. Una tanda de derechazos disparó el mercurio. Encajado, embraguetado y muy puro Paco Ureña. Tan enfrontilado con su izquierda de sutil muñeca en las trincherillas y los ayudados por bajo. Un espadazo en toda regla. Y los tendidos, a los que a veces había mirado en el toreo al natural, le entregaron la oreja en justicia.

El momento en que Antonio Ferrera invitó a banderillear a José Manuel Montoliu trajo todas las emociones de golpe. El llanto por la muerte de su padre en este mismo ruedo hace 25 años volvió a todas las gargantas. El corazón en un puño cuando Montoliu emprendió el camino hacia el toro en los mismos terrenos en los que cayó su maestro. Enormes el par y el susto al perder pie, trastabillado por un pitonazo, a la salida de la reunión. Las monteras se elevaron al cielo.
La emoción continuó de la mano de Ferrera y el encastado, degollado, hocicudo y astifinísimo cuarto de Victorino. Toro con la personalidad de la A coronada, vivo, ágil, felino. De aquellos albaserradas de la vieja guardia que se revolvían en un palmo de terreno. La batalla del veterano extremeño lo elevó al pedestal de los héroes. Tremendo Antonio Ferrera en su capacidad y su gesta, que no fue corta. Por una y otra mano hasta que faltaba el oxígeno. La Maestranza respiró una emotividad atávica. La lucha entre el hombre y el toro que vende cara su vida y que sostiene la Tauromaquia desde tiempos inmemoriales. Más de allá del arte. O antes de que el toreo subiese el escalón del arte. Cayó un aviso antes de que agarrase la espada. La oreja fue la consecuencia de la estocada (pasada), la lenta agonía y todo lo demás. Incluso se exigió otra. Tal era la emotividad vivida. Ferrera paseó el anillo irregular con el coro de la apoteosis a su paso. Como cuando libró pares de alto riesgo por los adentros.

Ningún toro de Victorino se pareció entre sí. El quinto era una belleza. Guapo y hechurado. Y embistió tan descolgado y despacio por el pitón derecho que Manuel Escribano ralentizó el toreo. A izquierdas no fue igual ni parecido y se quedaba más corto. En redondo volvió Escribano con profunda despaciosidad y cerró toreramente la faena. El espadazo desprendido y suelto requirió del uso del descabello, y ahí el sevillano perdió el trofeo tan bien ganado. Con la plaza empujando desde que lo recibió con una cálida ovación. El recuerdo del indulto de Cobradiezmos y la sangre derramada en Alicante perduraban. Otra vez fue sacado al tercio una vez arrastrado y aplaudido el buen victorino.
Cuando las manillas del reloj iban para las tres horas de corrida, apareció el sexto. Un tío cinqueño de estrechas sienes. Paco Ureña de nuevo derrochó su entrega con el toreo a los vuelos y su idea cabal de la colocación. Pero el victorino no respondió como el otro, y se frenaba y se defendía. En una de esas revueltas, surgió la voltereta. Incruenta afortunadamente. La espada esta vez no se enterró hasta la última. En 180 minutos de tarde no se movió nadie. Por algo sería.

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