lunes, 15 de mayo de 2017

Ni el milagroso San Isidro lo arregla


Cornada al subalterno Manuel Muñoz y lesión de Ureña al ser arrollado contra las tablas 

Manuel Muñoz «Lebrija», en el momento del percance con el primer toro 
Manuel Muñoz «Lebrija», en el momento del percance con el primer toro - Paloma Aguilar
 
ANDRÉS AMORÓS Madrid

En el día de «El santo de la Isidra», adapto los versitos de Arniches: «Alegre es la mañana. / ¡Qué hermosa vida! / Hoy va a ser cosa buena / esta corrida». Los madrileños bebían el agua del santo: «San Isidro hermoso, patrón de Madrid, / que el agua del risco hiciste salir». Cuenta Galdós que la ciudad se llenaba de forasteros, a los que llamaban «isidros»... Con un cartel muy del gusto de Las Ventas, se llena la Plaza: asisten Don Juan Carlos y la Infanta Elena.

Los toros de Montalvo son los del inolvidable Juan Mari Pérez Tabernero, ahora también «convertidos» al monoencaste Domecq: ganaron cuota de mercado pero suelen tener más nobleza que fuerzas. Por desgracia, el pronóstico se confirma: la flojera de casi todos impide el lucimiento y encrespa al público.

Curro Díaz es uno de los pocos diestros actuales que mantienen la antorcha del toreo de arte. (Echamos de menos, por ejemplo, un cartel que reúna a Finito, Morante y este Curro). Recibe con hermosos lances al primero, que no quiere caballo, se queda sin picar y, aun así, rueda por la arena: se desata una justa bronca. En banderillas, Manuel Borrero Muñoz, «Lebrija», sufre una cornada en el muslo izquierdo de 20 centímetros: pronóstico grave. Brinda a Don Juan Carlos y, enseguida, se pone a torear: preciosos ayudados y muletazos con gran clase, deslucidos por la embestida mortecina.

Y la espada lo acaba de estropear. El cuarto se frena en el capote pero empuja en el caballo de Curro Sanlúcar. Sin preámbulos, le da distancia y cita al natural (el lado mejor); en el centro, dibuja artísticos muletazos. No es una faena redonda pero sí tiene aroma y sabor, aunque el toro se va rajando. Otro bajonazo lo estropea todo.
Curro Díaz, al natural con el cuarto
Curro Díaz, al natural con el cuarto- Paloma Aguilar
Dentro del clasicismo, el toreo de Paco Ureña posee una sinceridad que a veces roza la ingenuidad (lo que la hace más atractiva pero no más segura). El segundo sale rebrincado; después de la primera vara, se derrumba: ¡decepción! Además, mansea a chiqueros, tiene una embestida muy corta y rueda por la arena. Aunque trace algún derechazo aceptable, el desastre es total. Y hace guardia con la espada. El quinto se llama «Salinero» y lo es: jaspeado de colorado y blanco («azúcar y canela», dicen los camperos). De salida, hace un extraño y arrolla contra las tablas a Ureña, que no logra reaccionar, sale cojeando. (Sufre un traumatismo en la rodilla y posible lesión de ligamentos, de pronóstico reservado). En los iniciales ayudados por alto, el toro ya rueda. Logra algún derechazo suave. El toro va dormidito y se para a mitad. Vuelve a hacer guardia.

López Simón logró abrirse camino, hace dos temporadas, «a sangre y fuego» (el título de un impresionante libro de Chaves Nogales). El año pasado, recogió los frutos, toreando mucho. Es fiel a su concepto estático y vertical. El tercero parece flaquear menos, nos ilusionamos. Mide bien el castigo Tito; saludan en banderillas Siro y Arruga. En la primera serie, ya flaquea, y lo sigue haciendo, en todas. Alberto insiste y no se lo aprecian... Mata defectuoso, entrando de lejísimos. (Salvo Manzanares, parece imposible matar bien, a esa distancia). El último flaquea, se defiende, no le deja quedarse quieto y un desarme lo cierra todo.

San Isidro tenía fama de zahorí, de descubrir aguas ocultas, bajo tierra. Más difícil todavía es encontrar la casta y la fuerza de los toros bravos, cuando se ha perdido. Así está la Fiesta. Ni el milagroso San Isidro lo arregla.

Postdata. Este martes 16 se cumplen cien años del nacimiento de Juan Rulfo, uno de los más grandes narradores del siglo XX, en nuestra lengua. Los protagonistas de «El llano en llamas» y «Pedro Páramo», sus dos obras maestras, son humildes campesinos mexicanos, muy enraizados en su tierra, que se enfrentan a las cuestiones universales del ser humano: la soledad, la muerte, el amor, la venganza. Sus raíces españolas están muy claras: Quevedo, Jorge Manrique, la Santa Compaña… No es raro que, en sus relatos, suene, al fondo, ese bramido de los toros bravos que unen a México con España.

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