martes, 22 de mayo de 2018

Un torero de Lima a la cima

Andrés Roca Rey, diestro peruano y estrella de San Isidro, conmociona la tauromaquia contemporánea

Un torero de Lima a la cima


Rubén Amón

El verdadero nombre de Andrés Roca Rey (Lima, 1996) es Andrés Roca Rey. No necesitaba apodo el ídolo peruano. Lo lleva de serie. Imprime carácter la aliteración de sus apellidos. Roca Rey. Y parecen más propicios incluso a la gloria de un boxeador que al repertorio de un torero. Roca Rey. O King Roca,como se le conoce coloquialmente a propósito de su dureza y de sus expectativas de tiranía. Ha empezado a ejercerla desde la arrogancia, desde la personalidad, desde el valor. Y se han agotado antes que ningún día sus tardes de San Isidro -toreó el viernes 18 y repite el 23-, tanto por lo que representa la inercia triunfal en 2018 (Valencia, Sevilla, Jerez) como por la nostalgia del trono vacante de José Tomás.

El Rey Roca no es un delfín ni un epígono del tomasismo. El carisma y el temple definen sin comparaciones la propia idiosincrasia, pero su tauromaquia de plomo y aplomo incorpora el dramatismo y hasta la psicosis del torero ausente. Cercanía. Estremecimiento. Cara de niño. Espada de caballero antiguo.

El tributo de sangre se identifica en los costurones de su cuerpo. Sus muslos e ingles se retuercen en cremalleras de sutura, pero no se le ha escapado la valentía. Identifican el compromiso del matador y la constancia de su desafío. Roca Rey se hunde en la arena, se atornilla, aunque la gallardía no lo convierte en un temerario, ni en un torero desesperado. La elegancia y la altivez con que se pavonea matizan la testosterona. Y su verticalidad de campanario limeño recuerda más al descaro de Luis Miguel que al ciprés funerario de Manolete.

No es un delfín ni un epígono del tomasismo. Su tauromaquia, de plomo y aplomo, incorpora el dramatismo y hasta la psicosis del torero ausente

Roca Rey es el mayor fenómeno taurino que ha precipitado América desde los tiempos de César Rincón en los noventa, aunque le diferencia del maestro colombiano su alcurnia y su estirpe. Rincón venía del hambre y del pueblo. Roca procede del bienestar. Una familia acomodada de la primera clase limeña que le ha proporcionado educación, centímetros (mide 1,83) y prestancia, hasta el extremo de que la abuela del torero fue Miss Universo en el certamen de Long Beach en 1957.
Se notan los genes de la estética en la imagen distinguida del matador, como tenían que notarse los antecedentes de la tauromaquia. Su abuelo fue empresario en Lima, su tío ejerció de rejoneador, y hasta su hermano Fernando alcanzó a graduarse como matador de toros.

El contexto familiar predispuso el trance del bautizo. Andrés Roca Rey tenía siete años cuando su padre, empresario del algodón, condescendió con que toreara una becerra en su cumpleaños. La experiencia “envenenó” al Andi, tal como lo llamaban entonces. Supuso una revelación a la que no podían objetarse límites. Ni de edad (debutó en público con 11 años) ni de geografía, toda vez que la repercusión del torerillo en las plazas de México y de Colombia acercó el sueño de probarse en España con el pretexto o el compromiso de estudiar.

Andrés Roca Rey tenía siete años cuando su padre, empresario del algodón, condescendió con que toreara una becerra en su cumpleaños

Lo hizo con 15 años en la senda invertida de los conquistadores. Y echó raíces en la Escuela de Tauromaquia de Badajoz, aunque el episodio más relevante de aquellos años de aprendizaje, de pueblos y de tentaderos, sobrevino cuando lo vio torear José Antonio Campuzano, figura de los años ochenta y mentor plenipotenciario de Roca Rey, hasta el punto de adoptarlo como a un hijo.

Compartieron los primeros triunfos del niño prodigio, su debut de novillero (Capiteux, Francia, 2014) y el contratiempo de una grave cornada en Villaseca de la Sagra, aunque las heridas en el muslo derecho no le impidieron doctorarse en la plaza de Nimes el 19 de septiembre de 2015.

La salida a hombros fue la premonición de una carrera tan relevante por los hitos conseguidos (la Puerta del Príncipe de Sevilla, la Puerta Grande de Madrid, el Escapulario de Lima) como por las conquistas pendientes. No se le adivina techo a Roca Rey. E impresiona la madurez que ha adquirido a los 22 años, conservando un aura providencial y hasta un peinado de monaguillo.

La ejemplaridad con que se desenvuelve emula la concentración del samurái. No se le conoce novia a Roca Rey. Se le conocen partidarios de alcurnia. Empezando por Mario Vargas Llosa, cuya presencia en las tardes del compatriota formaliza un rito de fidelidad, y redunda en la sangre azul del fenómenoperuano. Fenómeno quiere decir que Roca Rey se ha convertido en un ídolo en Latinoamérica. Se le percibe como una estrella de rock. Y lo agasajan las masas en las plazas de toros y en los aeropuertos, aunque la fama y el dinero -es una de las figuras más cotizadas del escalafón- no han corrompido su modestia. Le protege el rosario que se ciñe en el cuello y lo hacen sus lecturas.

Roca Rey es un torero sobrio e ilustrado. Le gusta Arturo Pérez-Reverte. Y maneja como un breviario la biografía de Mohamed Alí que escribió Richard Durham. No es sólo una cuestión de devoción, sino de ambición. El propio título de la obra, El más grande, tanto evoca sin pretenderlo el pasodoble de Marcial como implica un camino de perfección que identifica los apellidos de Roca Rey, ahora sí, con el espacio claustrofóbico del cuadrilátero.

Roca Rey pelea contra sí mismo sin descuidar el modelo adolescente que le ha acompañado en las paredes de su habitación en su exilio de Gerena (Sevilla). Y no es Juan Diego Flórez, el tenor peruano, ni Manos de Piedra Durán, el demoledor boxeador panameño, sino Julián López, El Juli . Niño prodigio como él, pero sobre todo hombre prodigio en el umbral de los 20 años de alternativa y rival en los ruedos por la hegemonía de la tauromaquia del siglo XXI.

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